Y llegaron las brumas.
Un pinche mostro se acaba de comer uno de nuestros caballos. Mejor dicho, se lo está comiendo, mientras nosotros aprovechamos para escabullirnos y adentrarnos en la niebla esperando que la cosa esa maldita no nos siguiera. Así fue mi primer contacto con esto de los Dragones y los Calabozos. Mis ganas de echar camorra se verían aplazadas por dos motivos: primero, TODOS corrieron como si hubieran visto al diablo (y no me refiero a nuestro DM) y segundo, no tenía ni idea de como ataca un druida. Es mas, no sabia ni que chingados hacían.
Y así pasé mis primeras horas de rolero: tratando de mantener mis problemas de atención a raya para poder seguir la narración de Don Diablo, preguntando cada cinco minutos “¿ya me toca?”, buscando en mi celular referencias a cómo jugar un druida e interrumpiendo la acción para preguntar que chingados es el THAC0 (que por cierto, apenas hace un par de semanas entendí como funciona). La primera imagen de mi travesía por el rol es un Quetzal con cara de confundido, preguntando al tipo de al lado en que parte del manual venían los conjuros. Me encantaría poder decir que me divertí.
Pero no fue así.
Estaba estresado y enfadado, pero no porque la sesión fuera mala, sino porque estaba teniendo un flashback a todas las veces que había intentado entrar a este mundillo, para solo toparme con el clásico estereotipo negativo del ñoño mamón y creído, trepado en un ladrillo y embebido del poco poder que le daba el saber de algo más que tú. Y habiendo hecho mi carrera a base de lidiar con este tipo de parias sociales, no tenia la mas remota gana de repetir la experiencia.
Pero ya estaba aquí, y quedaban, al menos, otras 24 horas antes de que regresáramos a casa. Así que aproveche que decidieron tomar un break y que Neandi comenzó a atender el asador y presumir de un menjurge raro de su invención que había usado para marinar un muy atractivo corte de carne, para acercarme a varios de mis compañeros y hacerles algunas preguntas. Quería entender, quería darle otra oportunidad, pero mas que nada, quería saber que era lo que hacía que estos cabrones pusieran esa cara de asombro ante cada requiebro de la narración. Quería divertirme.
Y entendí. O al menos eso pensaba. Las siguientes horas de juego fueron algo que quedó grabado en mi memoria para siempre, no solo por el buen rato que pasé, sino porque ahí sentí por primera vez ese gusanillo de compartir esto, de hacer algo con ello, de sacarlo de esa mesa y decirle a la mayor cantidad de gente posible “Miren, esto no es como esos frikis amargados dicen, esto es GENIAL y puedes ser parte tu también”. Mientras atravesaba un golem de cera con una hoja de fuego que salía de mi mano comprendí dos cosas: que no iba a hablar de otra cosa durante los siguientes meses (ya van dos años) y que esto se iba a convertir en una tarea.
Hasta la fecha, cuando contamos esta anécdota, Oswaldo siempre recuerda una escena en particular. A mi, con mi hoja de personaje, el manual de jugador de segunda edicion y un cuaderno donde estoy garabateando algo como enajenado. Él lo llama “el momento donde Quetzal valió madre”. Esa es la segunda imagen de mi travesía: el momento en que comprobé que si, en efecto, esto iba a ser una tarea, pero una que estaba comenzando a disfrutar bastante.
Los veo pronto, de hecho, más pronto de lo que creen.