Lo primero que hice al llegar a la cabaña fue cerciorarme que contara con las dos cosas que uno desea tener en tales escenarios: asador y chimenea. Y por supuesto, el combustible para ambos. Pensaba dividir mi estancia abotagado frente a alguno de los dos.

Así que mientras los demás se organizaban para ir a la tienda por provisiones básicas (cerveza y papel de baño); yo ayudaba a Moy con una olla tapada que olia deliciosamente a cariño de mamá por la mañana y de la que solo me distrajo Michel cuando dijo: “Y traigo chicharrón guisado”. Súmenle las ya comprobadas habilidades de grill master de Neandi  y este fin de semana empezaba a tener potencial. A pesar de las ñoñadas.

Fué entonces que observé con horror a los demás abandonar las bolsas de carbón y los contenedores con carne marinándose;  y aprestarse a producir hojas, libros, dados y una caja misteriosa que Don Diablo guardaba recelosamente. Me hicieron sentarme en una mesa larga y me dieron una hoja con números, porcentajes y otras cosas que no entendí.

“Eres un bardo” – dijo Don Diablo.
“No mames, guácala – dije yo.

Me mostró la ultima hoja que le quedaba. “Puedes cambiar”, dijo, “pero si lo haces, ya no puedes arrepentirte, te quedas con lo que te toque”. Yo no sabía mucho de Dungeons and Dragons, pero había algo que sabía: “¿Qué no se supone que yo haga mi propio personaje?”, pregunté. “Hoy no”, respondió, “Decide”.

Valiendo madre, soy un puto druida.