Camino a la montaña de la locura.
Voy en un auto apretado con otros 4 tipos, subiendo por la falda de la montaña y viendo el acantilado que corre a la orilla de la carretera. No, esperen, aún debo venir dormido porque ES LA CARRETERA LA QUE CORRE AL LADO DEL ACANTILADO. Trato de no ver al fondo del barranco para no regresar el desayuno y desperezándome como puedo en el confinado espacio, pregunto que si ya casi llegamos. Me dicen que falta todavía una hora pero que vamos a parar en un pueblo por algo llamado vampiritos. Al parecer es imperdonable llegar a estas alturas (literales) y no detenerse por una de estas bebidas espirituosas.
Seguimos subiendo por la montaña y mientras todos van contentos bajo el efecto del brebaje (y apenas son las diez de la mañana), yo voy removiendo mi bolsa de plástico con esa mezcla de Fanta, cítricos y (yo pedí) vodka (el tequila me saca el diablo muy feo y ya bastante de malas venía) negándome a dar un trago más de ese menjurje y rumiando para mí mismo que yo ni quería venir.
Pero esos eran tiempos algo malos para mi y necesitaba salir de la ciudad.
Así que cuando Oswaldo me propuso acompañarlo a un fin de semana en una cabaña en la montaña con su grupo de rol, para dos días non stop de Dungeons & Dragons, decidí aceptar con la secreta intención de ingerir todo el alcohol posible y pasar el fin de semana en un agradable sopor pre cruda de tres días, o en el peor de los casos, ser testigo de un nuevo giro al setting básico de cualquier película de horror en las montañas.
Así que iba camino a ese lugar en medio de la nada (o sea, Mazamitla), con una bolsa de licor al tiempo entre las piernas, y escuchando las platicas entusiasmadas acerca de “ediciones”, “tiradas” y “gaigacs”.
No tenía idea en qué me estaba metiendo…